En la intimidad del consultorio del psicoanalista, este aislamiento de dos, los secretos confesados por uno, la escucha atenta del otro, la creencia en el alivio, la invitación, en ocasiones, a recostarse en un diván… es, más que teatral, una situación que por sí misma revela el engaño del amor.
El descubrimiento de un sentimiento amoroso del paciente hacia el analista, que nacía casi al inicio de los tratamientos, fue una sorpresa para Freud. Este amor sucede sin que se haga mucho en ese sentido, pues (adiós ilusiones), poco importa la gracia o atractivo de la persona del analista, este es un amor incondicional, “que prescinde de todo”.
Cuando alguien acude a consulta porque quiere que se le desembarace de su malestar y recibe la relajante conminación: “Diga Ud. todo lo que le viene a la mente sin ejercer ninguna crítica sobre lo que dice”, se dan, con mayor o menor intensidad, ciertas consecuencias lógicas.
Primera suposición de saber: El analista sabe acerca de lo que me pasa; Segunda suposición de saber: Eso de lo que me quejo, mi síntoma, quiere decir algo, encierra un saber a descifrarse. Esta condición (supuesta al analista) de “intérprete” del sentido inconsciente del malestar, está en los cimientos del surgimiento de un amor, de un enamoramiento, que fue llamado en la clínica “amor de transferencia”. En un giro del más puro estilo freudiano, se traduce en que el paciente transfiere a la persona del analista aquellos sentimientos que dirigía hacia sus padres y demás personas de su infancia.
Pero el amor, a la vez que lanza el trabajo en análisis, es también obstáculo… demasiadas ganas de agradar, demasiadas ganas de decir todo de la buena manera para ser amado, a su vez, por quien es objeto de amor…Sólo la infatuación de un mal analista pudiera torcer el buen destino de este amor, y equivocarse al condescender a amar, en fatal reciprocidad, a su paciente…
Un raro amor...